D. ANSELMO EL
PRACTICANTE
Nunca he llegado a
comprender porque los chavales al salir de la escuela, por la tarde, tenían que
llegar a la casa corriendo y entrando en tropel. Porque el poco rato que
permanecían dentro no justificaba esa carrera por llegar.
Entraban, soltaban la
cartera, se cogía la merienda y a la calle. La merienda, bien un hoyo con
aceite y azúcar o una jícara de chocolate y un trozo de pan. Demasiado pan para
tan poco chocolate.
Los jueves era
diferente, no había colegio por la tarde. La merienda consistía en una peseta y
esperar que pasara la señora María, la del delantal blanco y una cesta de mimbre
llena de olorosas tortas pujadas de aceite.
Por las tardes solo
nos retenía en casa el característico olor a alcohol que delataba la presencia
de D. Anselmo, el practicante. Hoy tocaba inyecciones. Todo un espectaculo. Sobre
la Mesa Camilla ya estaba preparado el bote del alcohol, un paquete de algodón
en rama con su papel azul intenso y la enorme caja de inyectables.
D. Anselmo, con unas
solemnes -Buenas tardes- iniciaba la
ceremonia.
Del maletín salía
unas cajitas alargadas metálicas. En la primera colocaba un poquito de algodón
y lo impregnaba con un chorrito de
alcohol. En otra cajita ya tenía colocadas en agua aquellas enormes agujas y alguna jeringuilla.
El momento esperado era cuando aparecía el mechero-pistola y con una especie de
disparo el alcohol se ponía a arder, una misteriosa luz bailante de color azul
y un intenso olor a alcohol anunciaba que había llegado el momento.
El abuelo ya estaba
preparado. De pie, con la mano izquierda apoyada sobre una silla, el culo un
poco en pompa, la correa desabrochada y
la mano derecha sujetando el pantalón para cuando llegara el momento dejarlo
caer y enseñar el mínimo trozo de cachete, pero suficiente, para que D. Anselmo
hiciera bien su trabajo.
El gran momento de la
faena había llegado, el practicante parecía transformarse. Con gesto solemne se
acercaba al abuelo. En una mano y entre dos dedos una enorme aguja y en la otra
la jeringuilla llena de aquel liquido milagroso.
Todo era muy rápido.
Con la mano de la enorme aguja y con los dedos libres que le quedaran daba unos
golpecitos en el trozo de cachete que el abuelo tenia al descubierto y
rápidamente la aguja aparecía clavada en ese trozo de culo.
El resto ya era menos
emocionante. D. Anselmo engarzaba la jeringa en la aguja e introducía la
inyección en el abuelo.
La pregunta también
era ritual. – ¿Le ha dolido?- EL
abuelo nunca contestaba. Quizás porque había niños por delante.
Un –Buenas tardes, o un hasta mañana a la misma
hora- anunciaba la marcha de D. Anselmo.
Entonces íbamos a la
rebusca.
Lo más apreciado eran aquellos mini botes con
tapones de goma, normalmente de color azul y rosa, que decían era de penicilina.
Y otro despojo apreciado era aquella especie de lima con la que D. Anselmo
frotaba en el cuello de las ampollas y
que con un golpe certero con los dedos, el cuello se rompía para poder
introducir la aguja y extraer el líquido.
Las emociones de la
presencia en la casa de D. Anselmo el practicante hubo una racha que se
convirtieron en terribles miedos rayando en angustias, creo que con
consecuencias para toda mi vida.
D. Ángel el médico de
cabecera de la familia tuvo la ocurrencia de insinuar que el niño estaba muy
canijo y que le vendría muy bien unas nuevas inyecciones de vitaminas.
Me programo una
terrible semana de pinchazo diario. Consiguió que D. Anselmo el practicante se
convirtiera en el personaje más odiado
de toda mi infancia.
Ya no corría por
llegar a casa pronto a la salida del colegio por la tarde. Había que esperar la
llegada de D. Anselmo para hablar de la merienda.
El ritual de hervir
las agujas y la jeringa era como la previa a una batalla campal, se trataba de
la caza del niño.
Normalmente alguna morbosa vecina voluntaria
era la que tenía más habilidad para ello. En un aparente solo movimiento
conseguía colocar al niño sobre el regazo, bajar los pantalones y poner dos
blancos cachetes a disposición de D. Anselmo. Los gritos y chillidos al tercer
día de inyecciones ya no molestaban a nadie, estaban previstos en el ritual.
Pero lo más
humillante lo peor de todo era que permitieran
asistir al espectáculo a la hija
de la vecina, la niña de las trenzas, la de las mandarinas debajo de la
camisa y la cortita falda muy lejos de
los calcetines.
Yo le había prometido
que de mayor sería el más rápido y
valiente Sheriff de la comarca.
OCTUBRE 2012
Con respeto y cariño por aquellos sanitarios de pago, pero con el
recuerdo de mis otros vecinos, que no tenían ni practicante ni médico de
cabecera. Eran pobres.
(En los tiempos que
corren: “Cosas peores veredes amigo Sancho”)
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